domingo, 17 de mayo de 2015

Grito invisible

Siempre me gustó lo invisible.
Las cosas, que, aunque no tenían nombre,
estaban ahí.
Cometí algunos errores,
nombrando algunas de ellas,
pero siempre estuve ahí,
en la frontera,
orbitando.
Y simplemente, caí
me rendí a la atracción extraña.
A la nada. Invisible.

¡Qué aburridas eran las cosas nombradas!
Qué aburrido era aquel mundo mecanicista,
algorítmico, computable, cognoscible.
El lenguaje, nos pesaba el lenguaje.
Nos pesaba tener que ser palabras.
Nos pesaba tener que ser categorías.
Queríamos liberarnos, por fin, del peso.
Y ellos, no nos querían.
No, la burocracia no nos quería,
los diccionarios no nos querían,
la ciencia no nos quería,
la alta política no nos quería,
la alta costura no nos quería,
la religión no nos quería,
la autoridad no nos quería,
el amor no nos quería.
No nos querían.
Así que, como nosotros,
aún nos queríamos (un poco),
a la fuerza o a voluntad propia,
nos volvimos invisibles.

Quizás seamos invisibles, sí.
Y quizás, desde las sombras,
podamos subvertir las cosas,
podamos romper los esquemas
y las palabras.
Que se mueran las palabras.

Quizás, desde esta esquina,
desde este fin del mundo
al que nos abocaron
podamos ser el principio: la luz.
La luz ultraviolenta
que atraviese, que desintegre la materia,
todo lo que tenía nombre,
todo lo aceptado
por los primeros hombres.
Todo.
Y (después) nada.

Invisibles, sí.
Poderosos, también.


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