domingo, 22 de junio de 2014

Sueño de yonki

Que tengo sueño.
Sueño en las pestañas y en la piel.
Sueño que cuelga de los ojos (en las ojeras) y de las orejas.
Sueños de resaca, o resaca de sueños.
La boca seca y la sed de ensueño.
Que vivo entre brumas y ni trato de explicarlo.
Que un día quiero más y otro día quiero menos.
Que un día quiero palabras y otro solo silencio.
Que estoy escribiendo por atrapar algo,
un verso, un sueño, una neurona salvaje,
un recuerdo, un eco,
eco de lo que he vivido o de lo que no.
Eco de lo que queda por vivir,
eco que viaja hacia atrás,
de la locomotora al último vagón
como el humo que se diluye en el aire.
Eco del vacío que a veces siento,
cuando quiero palabras y solo hay silencio,
o cuando quiero más y solo hay menos.
Eco de la risa encharcada en una garganta de fuego,
de todas las gargantas trasnochadas
en algunos bares de Argüelles.
Eco de la vida que imaginamos,
la vida que se esconde debajo de las sábanas,
o de las pieles,
la vida que tiembla armónicamente bajo los objetos.
La vida que se expande en las proximidades de una estrella,
o entre cadenas del ácido desoxirribonucleico
que un yonki se dejo olvidadas en la barra de un bar.
La vida que vibra como la cuerda de un violín,
como una máquina de movimiento perpetuo,
bajo el misterio del universo, de la vida, de todo.
Que no sé lo que digo, porque tengo sueño,
pero el ácido que olvidó una noche de verano
(digamos, por ejemplo, ya que por aquel entonces,
ni siquiera existía el tiempo),
aquel yonki,
aquel al que llamamos Dios,
me quema los párpados y no quiero dormir,
sino solo soñar.
Que dirás que confundo la vida con el universo,
pero qué más da, aquel ácido en la barra,
pudo ser igualmente el espacio y el tiempo.
El yonki, sentado en el taburete del bar,
pensó que ya era hora de fluctuar,
y vomitó un universo,
como podría haberse vomitado a sí mismo.
Pero no hablábamos de eso,
te decía, que aunque tenga sueño,
todavía escucho el eco,
las ondas de la radio de aquel bar, de fondo.
Y que aún escucho, cuando te miro a los ojos,
sí, a ti, al que está leyendo esto,
esa vibración vital,
ese acorde armónico de toda la materia.
Y pienso: joder, qué sueño tengo,
y sin embargo, cuánta vida, cuánta belleza,
cuánto misterio y todo, todo por culpa,
de aquel borracho que un día bebió de más
en un bar del hiperespacio.
Así que: bebamos de más,
vivamos de más.
Quizás aún guardamos algo más
que sueño en los cerebros:
universos en los estómagos
y el ácido en las venas.
Bebamos de más:
vomitemos.
Vivamos de más:
sangremos.

lunes, 2 de junio de 2014

Belleza

En las entrañas de la ciudad, en los sótanos, en lo invisible que se mueve bajo nuestros pies, hay un universo. Los habitantes del gueto, como hormigas, han construido sus hormigueros. En ellos, la belleza está tan arraigada como la fealdad. La belleza y la fealdad se disputan el monopolio de las cosas y a veces una se encuentra encerrada en el interior de la otra. En la pobreza, en la miseria, en la enfermedad, que todo lo tiñe de amarillo, de gris, de negro, se encuentra la belleza misma, arraigada en el alma del hombre. Bajo los adoquines de esta ciudad, los hombres no están alienados. Los hombres cantan, los hombres ríen, los hombres aman, los hombres lloran, los hombres disfrutan del sexo, del arte, los hombres crean y destruyen. En los sótanos excavados con cucharillas del té robadas de los hoteles de alta gama, se expresa, en su máxima gloria, la libertad del hombre. Aquí viven los poetas de la bohemia y en sus pieles, en las paredes del hormiguero, tatuadas en absenta las palabras belleza, amor, libertad. Aquí viven las prostitutas que no tienen que vender su cuerpo al servicio del capital, aquí no se vende carne, porque esto no es una carnicería. Aquí viven los vanguardistas, entre toneladas de pestañas de elefantes cúbicos y cantan sinfonías compuestas por orangutanes en días de fiesta y renglón. Aquí se trajeron a los borrachos que merendaban muerte en las esquinas de manzanas icosaédricas podridas y ahora les dan de beber jarabes de libertad, y la fructosa, que baja por sus gargantas quemadas por la ginebra, despierta sus neuronas del coma metílico y metálico de oro y papel divino. Aquí hay adolescentes que están deseando contar su historia y graban con cámaras invisibles las sábanas de las camas maltratadas por el sexo de mujeres lujuriosas. Aquí gritan las rosas de los orgasmos y graznan los patos que friegan los suelos empapados de vida. Aquí viven los neandertales en cuevas improvisadas por arquitectos autodidactas y cazan mamuts en frigoríficos llenos de agua en botellas de Cocacola. Aquí viven bacterias cultivadas en campos de carmín por apicultores ansiosos de miel y belleza. Aquí viven monjas sin hábitos, que perdieron la fe en un dios que no creía en la vida y ahora disfrutan al contemplar los cuerpos de los y las neandertales, mientras realizan retratos impresionistas al lado de sus pinturas rupestres. Aquí vive el superhombre, aquí viven los niños que a nivel del mar están enterrando, que nunca nacieron, que abortaron antes de ser fecundados. Aquí viven las lombrices y los topos de la existencia, aquí vive la fertilidad de los campos que cubren con adoquines. Aquí vive el estado primario del hombre, aquí, aquí, aquí está el verdadero universo, aquí la verdadera vida, aquí la verdadera belleza y no en la enferma estética de las torres de la ciudad y no en las pieles nacaradas de sus habitantes. La belleza última, la que no se puede arrebatar, la belleza necesaria e incondicional, está bajo tierra pero está viva. Sobre el suelo todo está podrido, todo es contingente, todo morirá y nada, nada a su paso quedará más que el signo de la destrucción, más que la fealdad arraigada inevitablemente en el alma de la sociedad. Hay, entonces, una diferencia clara, entre las madrigueras y los rascacielos de la ciudad: en los primeros, la belleza está envuelta en las pieles enfermas, leprosas, amarillentas, de la fealdad; en los segundos, la fealdad está cubierta en los muros pulidos de la belleza. Una manzana podrida aparentemente apetitosa o una manzana aparentemente podrida pero apetitosa. Es, el hombre materialista, el que juzga por la superficie, por la piel; el artista, el que ve más allá de las paredes, el que ve más allá de los ojos. Y es la belleza expuesta banal, vulgar, efímera, dependiente de modas, mientras que la belleza oculta, es la que perdura, la que no marchita ni caduca, la belleza perenne e incorruptible. Y en los túneles, retumba el eco de la belleza necesaria, que ondea el vello en el lomo de los conejos blancos.