En las entrañas de
la ciudad, en los sótanos, en lo invisible que se mueve bajo
nuestros pies, hay un universo. Los habitantes del gueto, como
hormigas, han construido sus hormigueros. En ellos, la belleza está
tan arraigada como la fealdad. La belleza y la fealdad se disputan el
monopolio de las cosas y a veces una se encuentra encerrada en el
interior de la otra. En la pobreza, en la miseria, en la enfermedad,
que todo lo tiñe de amarillo, de gris, de negro, se encuentra la
belleza misma, arraigada en el alma del hombre. Bajo los adoquines de
esta ciudad, los hombres no están alienados. Los hombres cantan, los
hombres ríen, los hombres aman, los hombres lloran, los hombres
disfrutan del sexo, del arte, los hombres crean y destruyen. En los
sótanos excavados con cucharillas del té robadas de los hoteles de
alta gama, se expresa, en su máxima gloria, la libertad del hombre.
Aquí viven los poetas de la bohemia y en sus pieles, en las paredes
del hormiguero, tatuadas en absenta las palabras belleza, amor,
libertad. Aquí viven las prostitutas que no tienen que vender su
cuerpo al servicio del capital, aquí no se vende carne, porque esto
no es una carnicería. Aquí viven los vanguardistas, entre toneladas
de pestañas de elefantes cúbicos y cantan sinfonías compuestas por
orangutanes en días de fiesta y renglón. Aquí se trajeron a los
borrachos que merendaban muerte en las esquinas de manzanas
icosaédricas podridas y ahora les dan de beber jarabes de libertad,
y la fructosa, que baja por sus gargantas quemadas por la ginebra,
despierta sus neuronas del coma metílico y metálico de oro y papel
divino. Aquí hay adolescentes que están deseando contar su historia
y graban con cámaras invisibles las sábanas de las camas
maltratadas por el sexo de mujeres lujuriosas. Aquí gritan las rosas
de los orgasmos y graznan los patos que friegan los suelos empapados
de vida. Aquí viven los neandertales en cuevas improvisadas por
arquitectos autodidactas y cazan mamuts en frigoríficos llenos de
agua en botellas de Cocacola. Aquí viven bacterias cultivadas en
campos de carmín por apicultores ansiosos de miel y belleza. Aquí
viven monjas sin hábitos, que perdieron la fe en un dios que no
creía en la vida y ahora disfrutan al contemplar los cuerpos de los
y las neandertales, mientras realizan retratos impresionistas al lado
de sus pinturas rupestres. Aquí vive el superhombre, aquí viven los
niños que a nivel del mar están enterrando, que nunca nacieron, que
abortaron antes de ser fecundados. Aquí viven las lombrices y los
topos de la existencia, aquí vive la fertilidad de los campos que
cubren con adoquines. Aquí vive el estado primario del hombre, aquí,
aquí, aquí está el verdadero universo, aquí la verdadera vida,
aquí la verdadera belleza y no en la enferma estética de las torres
de la ciudad y no en las pieles nacaradas de sus habitantes. La
belleza última, la que no se puede arrebatar, la belleza necesaria e
incondicional, está bajo tierra pero está viva. Sobre el suelo todo
está podrido, todo es contingente, todo morirá y nada, nada a su
paso quedará más que el signo de la destrucción, más que la
fealdad arraigada inevitablemente en el alma de la sociedad. Hay,
entonces, una diferencia clara, entre las madrigueras y los
rascacielos de la ciudad: en los primeros, la belleza está envuelta
en las pieles enfermas, leprosas, amarillentas, de la fealdad; en los
segundos, la fealdad está cubierta en los muros pulidos de la
belleza. Una manzana podrida aparentemente apetitosa o una manzana
aparentemente podrida pero apetitosa. Es, el hombre materialista, el
que juzga por la superficie, por la piel; el artista, el que ve más
allá de las paredes, el que ve más allá de los ojos. Y es la
belleza expuesta banal, vulgar, efímera, dependiente de modas,
mientras que la belleza oculta, es la que perdura, la que no marchita
ni caduca, la belleza perenne e incorruptible. Y en los túneles,
retumba el eco de la belleza necesaria, que ondea el vello en el lomo
de los conejos blancos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario